La historia de Jon Rahm, que dijo hace unos meses que nunca se iría al circuito de golf patrocinado por Arabia Saudí utilizando dos argumentos impecables: dinero (¿para qué más?) y tradición (¿para qué menos?), es una historia universal que hunde sus orígenes en la filosofía y su relación con el concepto de libertad. Una de esas historias para la que todos tenemos respuesta de tal contundencia que, antes de que digamos si nos parece bien o nos parece mal lo hecho por Rahm, el instinto es empezar diciendo lo que haríamos nosotros, incluso dando por hecho que lo que haríamos nosotros es, vaya por Dios, lo que nos parece bien. Obviando la diferencia monstruosa de contexto entre él y nosotros, o quizá —al contrario— siendo más conscientes de él que de costumbre.
Quizá la diferencia entre un cambio de opinión tan grotesco (fue en junio cuando Rahm se erigió como defensor del circuito que acaba de abandonar) es que no ha dado tiempo a que las condiciones de las que habló el golfista hayan cambiado. No ha tenido doce hijos de golpe con los que disparar su prole de nietos como para pensar que quizá le convengan unos cuantos cientos de millones de euros más a sus ahorros (“podría retirarme ahora y viviría cómodamente”, dijo en junio; ¿ya no?), ni el circuito promovido por Arabia Saudí a golpe virtuoso de talonario tiene ya la gloria o la tradición de quien aspira a quedarse en los libros de historia no por su gigantesca cuenta corriente sino por sus vitrinas. Ese cambio de opinión pone el foco en el dinero y sus destrozos (“has dicho que no públicamente, y nosotros vamos a tumbar tu palabra delante de todo el mundo con un contrato imposible”), pone también el foco en la causa a la que sirve (el blanqueo de la dictadura de Arabia Saudí y su régimen contrario a los derechos humanos a través del deporte de élite dejándose patrocinar por su mano derecha mientras la izquierda desata el infierno sobre sus ciudadanos) y hace aún algo más, detiene el foco en un delicado debate para un deportista profesional, en este caso ya extraordinariamente pagado, que resumió el señor Burn en Los Simpsons: “¿Darías todo lo que tienes por un poco más?”.
Es probable que el día a día de Rahm y su familia no vaya a cambiar económicamente en nada, salvo en lo aparatoso si lo deseasen, aunque no les conveniese (ya saben, gilipolleces como esa de Neymar grabándose en un Boeing para él sólo cuando se fue a la liga árabe). Es seguro que su imagen pública ha quedado tocada para muchos no ya románticos de las viejas competiciones, sino de las viejas palabras. Está por ver qué ocurre con su carrera y su huella en la historia, si esta última sigue creciendo y de qué forma, o si queda vagamente solapada por el “un poco más” al servicio de la multimillonaria agencia de relaciones públicas saudí. Tampoco se sabe, en fin, si su entusiasmo es original o es el entusiasmo parecido al de esos youtubers o herederos o motoristas que, llenos de dinero, deciden sacrificar el lugar en el que les gustaría vivir por uno en el que no quieren vivir por pagar menos impuestos, llevando así el debate de la libertad y el dinero a su máximo esplendor: ¿para qué quieres ganarlo si te acabas convirtiendo en esclavo de él, y tomas tus decisiones según lo que te ordene, incluido vivir en Andorra en lugar de Ibiza?
No es el caso de Rahm, pero, en otra galaxia, al mismo tiempo sí lo es.
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