En el ciclismo hay sueños a largo plazo, a medio, a corto, y sueños que se cumplen, o no, al instante. Cuando un chaval comienza en alevines, sueña con ganar el Tour, o el Giro, o la Vuelta. Luego la carretera pone a cada uno en su sitio. Pero en el día a día de una carrera, sucede lo mismo. ¿Cuántos ciclistas están escuchando la charla de su director en el autobús y sueñan despiertos con ganar ese día, con que suene la flauta? O simplemente, con que se cumplan los planes que su jefe les cuenta de pie, agarrado al respaldo del primer asiento, mientras ellos escuchan en los mullidos sillones de los que no se querrían levantar para apoyar el trasero en un incómodo sillín durante 180 kilómetros.
Entre Andorra y Tarragona hubo sueños a largo, medio y corto plazo. Incluso sueños de un instante. Alguno se cumplió, la mayoría no. A largo plazo fue el de Eduardo Sepúlveda, Ander Okamika y David González, entregados a una fuga de las que casi nunca tienen final feliz. Claro que el argentino Sepúlveda tenía un sueño más fácil de cumplir. Lucía la camiseta de lunares de líder de la montaña, que en realidad le correspondía a Evenepoel. Salió con la intención de vestirla por derecho propio. Y su aspiración se cumplió, porque sus acompañantes le dejaron pasar en cabeza las dos tachuelas puntuables, Belltall y Lilla. Después se abandonó a la suerte del pelotón, así que en Tarragona subió al podio para recibir un jersey propio.
Okamika y González soñaban a cincuenta kilómetros de la meta con esa victoria casi imposible para los modestos, como quien se duerme pensando en los números del euromillón que le sacará de pobre. Pero la velocidad del pelotón no cuadraba con sus sueños.
El siguiente en soñar era el francés Bryan Coquard. La llegada era ideal para él. Con Gorka Gerrikagoitia, su director en el Cofidis, había establecido el plan para los últimos 500 metros, en ligera ascensión. Sus compañeros colaboraban en el proyecto y le escoltaban en la parte de delante del pelotón, donde circulan los aspirantes, pero a menos de cuatro kilómetros para la llegada, alguien hizo el afilador, chocaron las ruedas y Coquard y varios de su equipo, acabaron en el suelo. Fue un sueño interrumpido a golpe de despertador. Llegó ocho minutos después del ganador, con el cuerpo molido a contusiones.
Sin el francés en la ecuación, se dispararon los sueños. El de Marijn van den Berg se estropeó a 300 metros de la meta. Iba tan poderoso, tan convencido de sus fuerzas, que la última curva la tomó demasiado rápido. Intentó rectificar, pero se estampó contra una marea de esteladas y pancartas independentistas.
Quedaba el sueño del colombiano Sebastián Molano, la baza del UAE. Con Van den Berg en el suelo, se puso en cabeza. Pateaba los pedales con saña, convencido de la victoria. Quedaban 200 metros y no tenía a nadie por delante, pero a 25 se le acabaron las fuerzas y entonces se cumplió el sueño de Kaden Groves, australiano de 24 años. Unos segundos antes creyó que no podría conseguirlo y en vez de mirar hacia delante, echó la vista atrás, como en una nostalgia pasajera, que duró el tiempo que le costó poner la vista al frente y ver que, en la recta de meta, las fuerzas de Molano iban flaqueando, y que tenía la posibilidad de cumplir el sueño que dos segundos antes daba por olvidado. Ganó, y ya lo ha hecho en el Giro y la Vuelta. Seguirá soñando. Con el Tour probablemente. Entre los principales todo sigue igual, con Evenepoel líder, Mas segundo y los demás favoritos al acecho. Nadie pierde demasiado tiempo por el momento.
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